martes, 29 de marzo de 2011

Un crecimiento adolescente. Eduardo Duhalde


29/03/2011. Después de la crisis de 2001, nuestro país ha crecido casi continuamente, al igual que la mayor parte de América latina. Sin embargo, este crecimiento, como el que iba a provocar el famoso “derrame” del que nos hablaban hace unos años, no se ha traducido en una sensible mejora del bienestar de sus habitantes, que excede el aspecto económico.


A la hora de intentar explicar esta realidad incontrastable, podríamos decir que, tal como ocurre con la adolescencia de una persona -en la cual ésta alcanza un grado de crecimiento físico casi total pero aún no es un adulto del todo responsable de sus actos-, el hecho de que un país crezca no significa que se haga “grande”, es decir, que alcance el desarrollo con plenitud de sus posibilidades.

Las diferencias entre las dos situaciones son conocidas. En la adolescencia “se adolece” de algo. Al adolescente le faltan disposición y preparación, seguridad y confianza en sí mismo. Ha dejado atrás a la infancia y cuenta con una positiva explosión de sensibilidad y creatividad pero le falta experiencia para llegar a ser adulto. En la búsqueda de su propia identidad no tiene tiempo para largas explicaciones, suele renegar de sus orígenes y confronta con los mayores, especialmente con sus padres. Su inestabilidad emocional lo coloca en un estado de constante incomodidad que busca superar en el refugio que le ofrece, casi exclusivamente, su grupo de pares. Allí encontrará a quienes le harán el “aguante” para ir “zafando” de los problemas que tarde o temprano deberá afrontar.

El adolescente por momentos es equilibrado, pero después “se enrosca”, pone en riesgo su seguridad buscando emociones fuertes que le permitan poner a prueba sus condiciones y ganarse su propio espacio. Suele perder el sentido de la realidad, enajenado en sus fantasías. Vive el aquí y ahora, el problema del día, actúa por impulsos, sin largo plazo. En esta búsqueda, es habitual que comience siempre nuevos proyectos que luego, a menudo, abandona.

La personalidad del adolescente es un terreno abonado para los conflictos. Puede reaccionar con la mayor virulencia, agresividad e impaciencia a todo aquello que es contrario a sus deseos. Abundan las reacciones de ira y rápidamente se pelean por causas que, observadas por terceros, no encuentran justificación.

La política de los Kirchner nos instala en una sociedad adolescente. Son sus incertidumbres las que, obviando gran parte de la historia reciente, crean un “nuevo” relato oficial del que se sospecha, mayoritariamente, porque no se condice con la realidad. Desde esa recortada construcción simbólica se bombardea propagandísticamente a la población. Se quiere vender una ilusión creada a partir del crecimiento económico alcanzado, pero la mayoría comprueba, en la inestabilidad e inseguridad de la vida cotidiana, que el producto es una vulgar fantasía. Cuando esta realidad golpea a la puerta del Gobierno, los funcionarios hacen gala de su adolescencia. Siempre “la culpa es de otros”; aparece la descalificación; se ocultan los errores con una buena cuota de agresividad y las peleas mediáticas distraen la atención de los problemas centrales.

Los adolescentes son inmaduros, no estúpidos. Cuando los conflictos reales parecen superar al kirchnerismo, ellos buscan equilibrar la balanza. Durante un tiempo muestran una dosis de sensatez, pero repetidamente vuelven a las andadas y “se enroscan” en sus conflictos irresueltos. Por no tener madurez política, carecen de una visión de largo plazo y su “modelo” suele atender sólo a la coyuntura, buscando un buen titular para los medios oficiales. Ejemplos son los que sobran: la reactivación de los ferrocarriles anunciada en su primera campaña electoral, el improvisado tren bala, el Riachuelo limpio, la ampliación de la General Paz, la continuidad del camino del Buen Ayre, el soterramiento del Ferrocarril Sarmiento, los fallidos llamados a diálogos políticos y tantos otros anuncios que quedaron en la nada.

Cuando se habla de una Argentina diseñada, hablamos de una “construcción”. Se trata de la Argentina que el Gobierno inventa, de una transformación imaginaria, en contraposición a la Argentina real, percibida por la gente cotidianamente.

El “relato” gubernamental, repetido incansablemente, forma parte de una ilusión bien promocionada. La Argentina, en términos económicos, “engordó”. No se desarrolló ni se engrandeció en otros aspectos durante la gestión kirchnerista: no lo hizo en el aspecto ético, como lo prueban la enorme matriz de corrupción y el crecimiento de la penetración del narcotráfico, ni en el cumplimiento de las leyes y el respeto a las instituciones. La inflación, negada por los mentirosos índices oficiales, ataca los logros económicos individuales y de conjunto, afectando muy especialmente a los sectores más vulnerables como consecuencia del impacto del alza en los precios de los alimentos. La inseguridad, negada durante tanto tiempo por el Gobierno, que la calificaba de “sensación”, crece de un modo alarmante. No se ha mejorado la calidad de la educación ni de la salud, ni se buscaron soluciones a cuestiones esenciales para la vida diaria como el transporte, como lo debieran permitir los enormes recursos que el Gobierno anuncia que recauda permanentemente. Esos grandes recursos tampoco parecen alcanzar para garantizar a los jubilados el 82% móvil que la Constitución les otorga.

Los adolescentes, por su misma condición, no tienen una cultura del trabajo; el kirchnerismo tampoco. Transformó los planes de emergencia solidarios en mecanismos permanentes de cooptación clientelística; un enorme porcentaje de la población, y muy especialmente los jóvenes, saben que no hay empleo o que éste es precario, en muchos casos indigno.

Cuando hablamos de madurez pensamos en la posibilidad de capitalizar las experiencias, propias y ajenas, desde una actitud creativa que nos permita evaluar los riesgos y beneficios del cambio que siempre es necesario. Las personas adultas buscan armonizar los contrarios y no agudizar las contradicciones; crean un marco de estabilidad que posibilite el desarrollo; entablan un diálogo sincero con sus opositores para minimizar los riesgos de su propio accionar, tienen la honradez de reconocer sus errores y la valentía de corregirlos. Aceptan las normas con las que protegen, de manera realista, diversos aspectos de sus vidas. La gente común no vive la política, ni la vida, como una guerra, y no está pendiente obsesivamente de derrotar, destruir o aniquilar al otro; busca convencerlo, o convencerse de la razón que el otro le ofrezca, o bien acordar en un punto intermedio.

Es interesante ver qué relación deben tener los adultos con los adolescentes. Estos últimos piden, de diversas maneras, límites. Los padres deben asumir esa responsabilidad para ayudar a sus hijos a crecer.

La Argentina del futuro inmediato debe transformar el crecimiento en “bienestar”, tanto en términos económicos como espirituales. Hay que lograr una nación grande, adulta y equilibrada. Debemos asumir plenamente la vida en democracia. Esta es actualmente patrimonio de una gran parte de la humanidad, a diferencia de lo que acontecía, por ejemplo, en la época de la Segunda Guerra Mundial. Podemos observarlo en los partidos políticos de los países vecinos, que, originados en ideas transformadoras y en representación de los sectores populares, no abandonan esas características y gobiernan con absoluto respeto de las instituciones. También apareció el ansia de libertad y democracia, recientemente, en los masivos movimientos acaecidos en los países árabes.

Respecto de los jóvenes, el país debe asumir la responsabilidad por la educación, por la búsqueda del primer trabajo, por la posibilidad de acceso a la vivienda. Las condiciones están dadas y lo tenemos todo: potencial humano, recursos naturales y productivos, una sociedad ávida de engrandecerse, la respuesta a los problemas alimentarios futuros de gran parte del mundo.

A la adolescencia le sigue la madurez entendida como personalidad responsable. Justamente, podemos decir que tenemos un pueblo que va creciendo en su madurez. En las elecciones de 2009 supo decir que no se identifica con esta Argentina diseñada, supo reconocer que se trata de una construcción. Y está procesando la necesidad del cambio.

Si queremos una Argentina grande tenemos que superar la adolescencia. No podemos ser adultos en edad y mantener una mentalidad adolescente. El ingreso en el mundo adulto exige una serie de cambios, de maduraciones en todos los niveles que desembocan en actitudes y comportamientos adultos. Estos cambios ponen de manifiesto que el verdadero sentido de la etapa adolescente es la maduración de la autonomía personal y eso es lo que lograremos. ¿Se puede llegar a ser adulto y maduro sin modificar los comportamientos adolescentes y sin enfrentar los cambios que implican el pasaje de la adolescencia a la adultez? Evidentemente, no.

El peronismo maduró con el Perón que retornó al país en 1973 con una visión de estadista y del cual nos sentimos herederos. El kirchnerismo reniega de ese Perón y lo quiere reemplazar por un relato de “primavera camporista”, propio de una visión adolescente. Con justicia alguien supo calificar al kirchnerismo como “la enfermedad infantil del peronismo”, parafraseando la famosa sentencia de Lenin sobre el ultraizquierdismo.

Ya lo decía Perón en 1949: “Es preciso que los valores humanos creen un clima de virtud humana apto para lo conquistado, lo debido. En ese aspecto la virtud reafirma su sentido de eficacia. No será sólo el heroísmo continuo de las prescripciones litúrgicas; es un estilo de vida que nos permite decir de un hombre que ha cumplido virilmente los imperativos personales y públicos: dio quien estaba obligado a dar y podía hacerlo, y cumplió el que estaba obligado a cumplir. Esa virtud no ciega los caminos de la lucha, no obstaculiza el avance del progreso, no condena las sagradas rebeldías, pero opone un muro infranqueable al desorden”.

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El autor fue presidente de la Nación